En la antigüedad, Asklepios era el dios de la salud. Aunque según la mitología fue sacudido por un trueno en el culmen de su gloria por intentar resucitar a un muerto a cambio de una gran cantidad de dinero, su culto es el que más ha persistido de entre los dioses griegos. Asklepios tenía dos hijas, Hygeia y Panakeia. Esta última era una auténtica diosa de la curación, versada en el uso de las drogas derivadas de las plantas, o de la tierra; en la actualidad, su culto se halla en buen estado, visible en la búsqueda universal de la panacea. Su hermana Hygeia, en cambio, era la diosa para la cual la salud constituía el orden natural de las cosas. Enseñó a los griegos que, viviendo de acuerdo con la razón, con moderación en todos los ámbitos, podían permanecer sanos. Todavía honramos su memoria usando la palabra higiene. Hoy día, en este mundo dominado por lo tecnológico en que vivimos, ambos puntos de vista se hallan más enfrentados que nunca.
Para la mayoría de nosotros, tener “buena salud” significa automáticamente “no estar enfermo”, lo cual supone una definición negativa. Una positiva, por contra, podría ser “estar en buena forma”, o sea, poder vivir plenamente de acuerdo con el potencial de cada uno. Se la considere desde un punto de vista positivo o negativo, la salud, como han intentado demostrar, está determinada por bastantes más factores que meramente los servicios a los enfermos. Y, sin embargo, en muchos sentidos parece que no fuera así.
En su novela
La tesis de este texto se apoya en una paradoja conocida desde hace mucho tiempo, pero que la mayoría de los profesionales, políticos y analistas sanitarios han ignorado tradicionalmente. Conseguir y mantener la salud no es sólo cuestión de curar padecimientos. Las maneras que tiene la sociedad de regular el empleo y los ciclos económicos, de proporcionar educación, de asistir a sus miembros en tiempos de dificultades económicas, de establecer estrategias para contrarrestar la pobreza, el crimen y el abuso de las drogas, así como de estimular el crecimiento económico y social, tienen tanto impacto sobre la salud, si no más, que la cantidad y la calidad de los recursos invertidos en detectar y cuidar la enfermedad. Los hábitos buenos y malos (comidas, alcohol, tabaco, ejercicio físico, etc.) están frecuentemente ligados a estos factores sociales, lo cual ha llevado a algunos observadores a señalar que el fumar mucho y el alcoholismo no informan tanto sobre los individuos como sobre los grupos sociales a los cuales pertenecen. En pocas palabras, fumar y beber en exceso, y comer deficientemente, no son simple (o ni siquiera predominantemente) elecciones individuales.
Y a pesar de que cada vez sabemos más sobre la significación de los factores sociales, económicos y culturales en la etiología de las enfermedades, la mayoría de las sociedades contemporáneas continúa invirtiendo una porción creciente de sus recursos, que ya es enorme, actualmente en Canadá uno de cada diez dólares, en asistencia sanitaria y fundamentalmente, médica, de todo tipo. Como hemos intentado ilustrar, no se reconoce del todo la medida en la cual la salud de una población se ve también afectada por otras políticas gubernamentales y por las maneras de percibir y estructurar los individuos sus vidas colectivas. E incluso allí donde se la comienza a reconocer, existen aún pocos criterios sobre cuál es la mejor manera de reasignar los escasos recursos, cara a mejorar el impacto de los programas públicos sobre la salud.
Sintetizando el cuerpo fundamental de datos recolectados durante la última década sobre determinantes de la salud, estableciendo un marco conceptual dentro del cual interpretarlos, y señalando direcciones potenciales de investigación adicional, se propone reorientar y reenfocar el actual debate político, considerando la asistencia sanitaria en el seno de un más amplio contexto de “política eficaz de salud”. Se sugieren una multitud de preguntas para el futuro, pero ahora al menos pueden esbozarse tres lecciones fundamentales.
Para empezar, el desarrollo del sistema sanitario se enfrenta ahora con dilemas insospechados hace tan sólo dos décadas. Primero está la gran cantidad de dilemas éticos: sorprendentes variaciones geográficas en la práctica médica y aplicaciones de las tecnologías médicas más allá de sus rangos de efectividad demostrada, eutanasia activa y pasiva, posible eugenesia y así sucesivamente. Segundo, existen dilemas económicos: cada vez mayores inversiones instaladas al parecer en rendimientos crecientes. Por parte de los gobiernos existe un sentido de frustración, a la vista de la limitada capacidad fiscal, ante las crecientes demandas del desarrollo tecnológico y las mayores expectativas de productores y pacientes. De hecho, altos funcionarios del Tesoro y profesores Universidad empiezan a cuestionar por qué, cuando todo el mundo debe recortar sus gastos, cada dólar extra del gobierno va a parar a la salud. ¿No consume ya suficientes recursos en la mayoría de los países industrializados? Es como si hubiésemos alcanzado una encrucijada donde ya no pueden evitarse las decisiones difíciles. Hace más de dos décadas un filósofo independiente y reconocido microbiólogo predijo:
Deberá haber prioridades, e implicarán elecciones difíciles. Los ideales humanitarios dictarían prestar atención primero a los servicios médicos para enfermos y ancianos. No obstante, la preocupación por el futuro y el desarrollo económico podría hacer aconsejable centrar el esfuerzo médico en el sistema escolar, y preferiblemente incluso en los muy jóvenes, ya que la experiencia demuestra que los primeros años de vida son los más críticos para crear adultos sanos. Estas elecciones, naturalmente, han de involucrar criterios médicos, pero entrañarán asimismo dilemas éticos y sociales.
Paradójicamente, ahora que la ciencia médica ha desarrollado algunas herramientas terapéuticas eficientes, y está en marcha una revolución biológica que se supone permitirá a los humanos controlar la procreación, la herencia y el sistema nervioso, la mayoría de los estados industrializados occidentales afrontan una crisis con dimensiones clínicas y fiscales. Ambas están, en parte, enraizadas en la enorme expansión de la asistencia sanitaria. De este modo, la profesión médica afronta cada vez mayores presiones exigiéndole limitar la gama y aplicaciones de sus intervenciones. Asklepios no es ya capaz de controlar más tiempo a Panakeia, de quien crecientemente se espera que se controle a sí misma. Hygeia, inspiración de numerosas reformas del pasado ha encontrado nuevos aliados, para quienes las medidas preventivas poseen mayor valor social que los tratamientos curativos, y la salud es un producto de la organización social y económica.
La segunda lección es que el nuevo movimiento de promoción de la salud, favorable a adoptar estilos de vidas más sanos, posee límites inherentes significativos. Propone reemplazar la visión tecnocrática y médica sobre el cuerpo por una filosofía de autocontrol de la salud propia. Estas ideas, propagadas por un gran número de grupos de presión, diccionarios médicos y manuales de fármacos sin receta, así como por los medios de difusión y diversos boletines informativos de distribución intermedia (como
Para muchos, este movimiento constituye un gran salto hacia adelante, porque hace a la gente responsable de su propia salud y concede beneficios claros a quienes consiguen ajustarse a lo estipulado. Según otros, es un signo evidente de neurosis social, una ola de “noísmo” (“no sexo, no carne, no alcohol”), donde la salud es un fin en sí misma y la mayoría de las causas de las patologías deben buscarse en decisiones individuales informadas. El miedo a las intoxicaciones y a la muerte reemplaza al temor de Dios. La salud se convierte en un tipo de enfermedad. Para otro incluso, este movimiento es reflejo del narcisismo hipocondriaco de una clase privilegiada, que cierra sus ojos al deterioro del resto del mundo. En palabras del médico y ensayista americano Lewis Thomas:
Como personas, nos hemos vuelto obsesionados con la salud… No parece que estemos buscando más exuberancia al vivir, sino rechazar el fracaso, apartar la muerte. Hemos perdido confianza en el cuerpo humano. El nuevo consenso es que estamos mal diseñados, que somos intrínsecamente falibles y vulnerables a un cúmulo de influencias hostiles dentro y fuera, que estamos vivos sólo en precario […]. El nuevo peligro contra nuestro bienestar, si continuamos prestando atención a toda esta cháchara, será convertirnos en una nación de hipocondriacos sanos que viven con pies de plomo, medio muertos de preocupación […]. Ciertamente deberíamos plantearnos si nuestra preocupación por la salud personal no es un síntoma de incapacidad para hacer frente a las cosas, una excusa para subir corriendo las escaleras, tumbarnos en una butaca, olfatear el aire en busca de contaminantes, y hartarnos de pulverizar desodorantes, mientras fuera la sociedad entera se deshace.
Cualesquiera que sean los temores sobre la evolución social planteados por este movimiento de promoción de la salud, van ahora quedando claros los límites de su efectividad para promover la salud de las poblaciones.
Tomemos el tabaco como ejemplo. El hecho de que fumar mata está ya claramente establecido. Aun así, ¿por qué razón van un hombre o una mujer a privarse del placer de fumar si, por otra parte, su vida es aburrida, su trabajo alienante y sus perspectivas de futuro, deprimentes o inexistentes? Para algunos, fumar supone un modo admitidamente peligroso, pero placentero, de escapar del estrés y el aburrimiento de la vida cotidiana.
Y, además, los resultados de los estudios muestran una relación entre estilos de vida “malos” y factores socioeconómicos: la capacidad de modificar conductas potencialmente patogénicas y “mantener el tipo” sin recaer se halla directamente relacionada con la riqueza, el poder y la educación, es decir, con el grado de control de cada uno sobre su propio futuro. Cuanto más alto en la escala social, más control se siente uno capaz de ejercer sobre la vida, y más fácil resulta cambiar hábitos no saludables. En otras palabras, la “voluntad de cambiar” de cada persona se halla en gran medida determinada por su entorno social. Que te digan mediante un programa educativo, u otro método, que tu estilo de vida debe cambiar, ni ayuda ni resulta eficaz.
Más aún, ahora existe documentación sobre que las consultas no se modifican significativamente con un simple programa educativo, como ha demostrado el ensayo controlado aleatorio más importante de la historia humana sobre educación para la salud, el MR FIT.
Lo que es más perturbador, la evidencia revisada en el presente texto sugiere que, si la totalidad de la población comenzase a llevar formas de vida más saludables, conformes con la naturaleza según la entiende la ciencia (en particular, en lo referente a alcohol, tabaco y dieta) ciertamente aumentaría la esperanza de vida, pero podría mantenerse el gradiente de salud entre las diversas clases sociales. La buena salud, por tanto, no es sólo cuestión de estilo de vida. Una Hygeia moderna no sólo aconsejaría a su gente ser cauta con su hermana Panakeia y adoptar formas de vida higiénicas, sino que trataría también de que la vida en las ciudades fuese lo más creativa, justa y en convivencia posible.
Una tercera lección: algunos de los secretos mejor guardados sobre longevidad y buena salud radican en las circunstancias sociales, económicas y culturales de cada uno. Ya hemos visto que la salud deriva en parte de nuestra capacidad de adaptación y de la fe en el futuro que desarrollamos cuando niños, así como de la amistad y las redes de apoyo a las cuales tenemos acceso en el trabajo, el hogar y la comunidad. Surge también de la sensación de tener margen de maniobra y un cierto control sobre nuestro trabajo, y de la capacidad para encajar cambios abruptos en nuestras vidas (desempleo, separación, muerte, etc.).
Obviamente, estas oportunidades no son igualmente asequibles para todo el mundo. La brecha más grande se da entre los más ricos y los más pobres. Pero las clases medias están también involucradas. Cuanto más abajo en la jerarquía social, definida en términos de trabajo, vivienda, educación, ingresos, o lo que sea, menor probabilidad de mantener una buena salud, e inferior esperanza de vida. Ésta es la observación más frecuente y persistente de entre todas las efectuadas en la historia de las investigaciones de salud pública.
No se trata de una ley implacable para todos los individuos. Algunos “pobres” tienen vidas largas y satisfactorias, al igual que algunos “ricos” mueren prematuramente. Pero esos casos no se deben simplemente a la casualidad o a la carga genética: usualmente, la persona pobre que se desenvuelve bien se beneficia de haber tenido, durante su infancia o educación, un medio particularmente generador de apoyo social que le permite cierta sensación de control sobre su propia vida.
Nuestro medio social es producto del entorno creado por nosotros generación tras generación. Como también lo hacen sus normas y valores subyacentes, sufre cambios, a veces imperceptibles. Por ejemplo, muchas de las sociedades industrializadas actuales han acabado tolerando tasas de desempleo del 10 %, incluso sin recesión económica, cosa impensable hace dos décadas y que habría generado una conmoción. Países como Suecia o Australia, sin embargo, siguen considerando inaceptables esas tasas. En sentido contrario, gracias al movimiento feminista, ya no se tolera en la mayoría de las sociedades desarrolladas la violencia doméstica que antes se ocultaba. De modo similar, al aceptar primero que las empresas pueden definir los roles y funciones de sus empleados, y luego con elecciones colectivas más explícitas a través de las políticas gubernamentales, vamos creando nuestro medio social. Lo hemos hecho los humanos y los humanos no podemos cambiarlo.
Es, por tanto, razonable creer, sin caer en utopías ni confundir la realidad con los deseos, en la posibilidad de introducir cambios sociales y económicos para mejorar el medio social. Hay abundantes ejemplos: el esfuerzo de los movimientos feministas por establecer mayor igualdad en la relación entre sexos; la aparición de movimientos de autoayuda, que han transformado de raíz el campo de la salud mental; o el intento de los sindicatos, en colaboración con los más lúcidos sectores del mundo de los negocios, por mejorar las condiciones de seguridad e higiene en el trabajo. Una ilustración adicional de lo que decimos proviene de países menos desarrollados (como Costa Rica, Sri Lanka, o el estado de Kerala en la India); creando redes de atención primaria y elevando el nivel medio de educación de la mujer hasta equilibrarlo al del hombre, han logrado mejorar significativamente la salud de sus poblaciones. Y han obtenido esos resultados a pesar de tratarse de países con menos riqueza económica que muchos otros de su misma categoría (como Arabia Saudí, Libia e Iraq).
Todo esto demuestra que “donde hay voluntad, hay camino”. Uno de los ejemplos más llamativos es el de la producción de automóviles. ¡Quién iba a imaginar veinte años atrás que las cadenas de montaje, todo un símbolo del industrialismo del siglo xx, podrían transformarse tan radicalmente, dando como resultado un trabajo menos alienante, mejores salarios, pérdidas inferiores en los suministros y coches de mejor calidad, y encima, costes de producción menores! Pues es exactamente lo que los japoneses han logrado y enseñado al resto del mundo. El primer empuje vino de una visita de Mr. Toyoda y su ingeniero jefe a Detroit, en los años cincuenta. Quedaron impresionados con la baja productividad de los trabajadores, decidiendo que, con el fin de adaptarse a la cultura japonesa, la cadena de montaje debía democratizarse y el suministro de materiales regularse mejor. Los efectos sobre la salud de estos cambios específicos no han sido documentados; ahora bien, como sugieren las estadísticas sanitarias japonesas, es muy probable que una cultura como la de ese país, que ha rechazado los aspectos más abyectos del taylorismo y del fordismo a todos los niveles, sea también, a pesar de otros problemas, una cultura que genera buena salud.
El cambio no sólo es posible, sino también deseable. La pobreza, la miseria, el desempleo, la enfermedad mental, la injusticia, la soledad y la marginación, han sido a través de los siglos la gran temática del sufrimiento humano y han motivado, con algún éxito, numerosas reformas sociales. Pero el aspecto mismo de estos temas ha cambiado con el tiempo. Ahora lucen ropas modernas. Como señalaba el informe de la comisión francesa responsable de reconceptualizar la política nacional de prevención y promoción de la salud:
Hoy día [este nuevo aspecto] es:
la pobreza de los desempleados, los marginados, el Cuarto Mundo; el aislamiento y la exclusión de nuestros mayores; la depresión y el suicidio, el miedo y la sensación de inseguridad, la delincuencia; la servidumbre a las máquinas y a su ritmo, el sometimiento a un plan de trabajo decidido por otro, la imposibilidad de elegir el propio destino, el determinismo de la segregación educativa, la robotización, la despersonalización; desigualdad en salud, ingresos, educación, ocio y libertad, que alimentan la frustración y la indignidad, por no mencionar el racismo; la soledad en medio de la multitud, la separación de las familias, la distinción según categorías sociales y edades
Si Hygeia volviese y se le presentaran las evidencias y argumentos manejados en este texto, sin duda consideraría prioritarios estos problemas. Y no le faltarían fuentes de inspiración: aunque no resulte fácil transportarlos de un contexto social a otro, en estos terrenos son ya muy numerosos los experimentos sociales efectuados. Basta solo con fijarnos en las experiencias sueca y australiana de readaptación profesional y pleno empleo; la seguridad para su carrera de que goza una gran proporción de la mano de obra japonesa; los programas de educación continuada y desarrollo personal impulsados por los norteamericanos durante los años sesenta y setenta; los esfuerzos del CLSC Québécois para combatir el aislamiento y la marginación de los ancianos, fomentando las acciones comunitarias y combinando los servicios médicos y sociales; o los innumerables intentos de las comunidades locales de reintegrar a delincuentes y enfermos mentales.
Para que estas experiencias generen cambios duraderos y efectivos, sin embargo, Asklepios y quizás Ares (el dios de la guerra) deberían ceder algunos de los recursos, además de Zeus y su esposa Hera, junto con Athena, la diosa de la Inteligencia, prestarnos su poder.
En vísperas del siglo xxi empieza a entablarse una dura batalla entre la diosa del arte médico, Panakeia, cada vez más ambiciosa y cualificada en sus intentos por resucitar a los muertos, e Hygeia, la diosa de la salud pública y suma sacerdotisa de las reformas sociales. Nadie puede predecir exactamente cuál será el resultado final. La multiplicidad de fuerzas sociales en juego, la cantidad y el carácter a veces impredecible del desarrollo tecnológico de la medicina, la complejidad de las estructuras organizativas y de otro tipo a tomar en consideración, todos son factores que harían el esfuerzo por predecir peligroso, cuando no engañoso (por fascinante que resulte como ejercicio intelectual).
Aunque no sea una buena idea hacer de oráculo, debemos plantearnos el futuro que nos aguarda a. La verdad: ¿qué sucedería si se permitiese al sistema sanitario crecer al mismo ritmo que lo ha hecho en los últimos quince años; si el exceso de celo terapéutico al principio y al fin de la vida siguiese expandiéndose; si los trasplantes capilares, la liposucción, los estiramientos faciales y la cirugía de los senos se volviesen prácticas habituales; si resultase posible realizar con regularidad trasplantes de órganos (corazón, hígado, pulmones, ojos, etc.); si la farmacopea se tornase capaz de asegurar la “felicidad” a base de píldoras para equilibrar la libido, antidepresivos, y vitaminas antiestrés, y asegurarse la “inmortalidad” gracias a las pastillas antiarrugas y la medicación antienvejecimiento; si fuese posible elegir las características de los recién nacidos (altura, sexo, rasgos psicológicos), o incluso la calidad de los “reproductores” mediante catálogos; si las neurociencias consiguiesen manipular el cerebro y controlar el desarrollo de la personalidad; si las manipulaciones genéticas no sólo nos condujesen a una revolución agrícola y al progreso en la lucha contra la leucemia, la fibrosis quística y los procesos maniaco-depresivos, sino que contribuyesen también en la lucha contra ciertas enfermedades sólo en parte debidas a predisposiciones genéticas (hipercolesterolemia, diabetes, hipertensión)?
Las semillas de estos desarrollos, y de muchos otros, están ya plantadas en los jardines de la realidad contemporánea. En el siglo xxi, no cabe duda, van a multiplicarse los dispositivos de control médico a nivel personal. Además de básculas, termómetros y aparatos para medir el pulso, habrá electrocardiógrafos, electroencefalógrafos, tests domésticos de hipercolesterolemia, o registros médicos informáticos completos con
Cuando la ciencia-ficción aborda el futuro de la ciencia médica y de la salud, genera guiones lineales y simplistas, como dicho género literario requiere. Por ejemplo, imagina una revolución ecológica en la cual California se independiza de los Estados Unidos, estableciendo un nuevo orden social, más basado en la convivencia y respetuoso con la naturaleza. Se predice que el ser humano se transformará cada vez más en una máquina, susceptible de ser ensamblada y desensamblada según las necesidades. En la misma onda, se teoriza sobre la llegada de un “orden caníbal” en el cual, gracias a la disponibilidad de implantes genéticos e informáticos, la gente querrá vender sus cuerpos y comprar copias por piezas. El ser humano se convertirá en una especie de robot dócil, gobernado por una computadora central. En un mundo en el que tienen nombre y se medicalizan hasta los más ínfimos hábitos pato génicos, sólo la llegada de la muerte permitirá al individuo disfrutar del amor y el éxtasis.
Dicho en pocas palabras, estos novelistas y ensayistas ven el futuro en blanco y negro, como si sólo tuviese una dimensión. ¿Qué pasa, sin embargo, con aquellos que se consideran capaces de encajar las piezas del rompecabezas y reflexionar sobre el futuro?; ¿qué escriben en sus incontables libros y periódicos los “futurólogos”? Sólo en francés, en la última década se han publicado una docena de libros intentando predecir el futuro para mejorar la toma de decisiones en el presente.
Para empezar, el economista y sociólogo
En un trabajo intelectual e iconográfico particularmente impresionante, el ingeniero
En su escenario, finalmente, la nación-estado será en gran medida sustituida en el siglo xxi por compañías multinacionales y, lo que quizás es más importante, por “tinglados” (
En conjunto, estos trabajos de historia prospectiva transmiten la impresión de que la humanidad está experimentando un período de metamorfosis y turbulencia, en el cual se ven simultáneamente transformadas la tecnología, la sociedad y las ideas. Son tales la magnitud y complejidad de estos cambios, que uno no puede evitar recordar grandes conmociones del pasado, como las de los siglos xi al xiii, cuando los campesinos reforzaron sus poderes en detrimento de la nobleza y el clero, y se difundieron mucho las tecnologías existentes; o la del siglo xviii, que presenció el nacimiento de la industria y de los “entre-preneurs” (etimológicamente, quienes están “entre medio”) capitalistas. La metamorfosis contemporánea tiene sus raíces en el
Hemos crecido en el homogeneizador universo de la cadena de montaje y las burocracias públicas y privadas; en adelante, tendremos que aprender a vivir en otro fragmentado, en un mundo en el cual el conocimiento se halla en perpetua evolución, entre una multitud de redes interconectadas que eluden cualquier intento de control centralizado. En este nuevo mundo estaremos incluso más solos, frente a las decisiones y elecciones que hay que efectuar, pues muchas fuerzas externas escaparán al alcance de aquellos a quienes, dentro de cada nación-estado, elegimos para representar nuestros intereses.
¿Qué nos dicen estas teorías y teóricos del futuro sobre la relación entre ciencia médica, salud pública y reformas sociales?
Como los futurólogos, Jean Bernard, el más famoso de los médicos franceses contemporáneos, esboza para las próximas décadas un cuadro tenebroso, seguido de un renacimiento espiritual, intelectual y social. Merece la pena citar extensamente sus palabras:
La humanidad ya ha experimentado la esclavitud de las antiguas civilizaciones, el comercio de esclavos hasta el siglo xix, y la solución final de Hitler. Durante cuarenta años, entre el 2020 y el 2060, comenzará a entender las peligrosas consecuencias de la alianza incontrolada entre el oro y la biología, entre los beneficios y la ciencia. La biotecnología tuvo un buen comienzo. Dio nacimiento a vacunas y medicinas. En seguida se apartó, sin embargo, de estos objetivos fundamentales. “No hay suficiente beneficio en ellos, ya que sólo conciernen a los padecimientos”, se dijeron en esencia los hombres de negocios. El proceso de concepción, gestación y nacimiento, el desarrollo del sistema nervioso, la vida, la muerte, todos, allá para el 2020, 2030, están en manos de la biotecnología, y ésta, a su vez, bajo las poderosas garras de las firmas multinacionales. Usado de forma imprudente desde 1960, el término “banco” adquiere su pleno significado. Se establecen en numerosos países bancos de esperma, de zigotos y de embriones. La ingeniería genética permite a la eugenesia selectiva expandirse. Se confirman los temores expresados por los científicos en el cambio de siglo. Naturalmente, los bancos llevan al intercambio de
Sería difícil encontrar un guion más pesimista para nuestros hijos y nietos. ¡El hecho de que esté escrito por semejante autoridad en el tema lo hace aún más aterrorizador! Con el desarrollo y florecimiento de los mercados internacionales, puede que los estados-naciones sobrevivan únicamente para mantener las culturas locales. Las rivalidades internacionales se expresan ya, crecientemente, no en los campos de batalla (aunque seguimos gozando de una más que suficiente “bendición” de los mismos), sino a través de las estructuras de comercio e intercambio.
Según Bernard, la biología y las ciencias médicas acudirán al rescate de las clases dominantes, poniendo paz y orden (o al menos, orden) en un universo caótico en el cual la rebelión urbana sólo será comparable a la amargura, la acritud y la rebelión contenidas en las relaciones entre países ricos y pobres. Se convertirán en herramientas de los entramados internacionales de élite. La férrea dominación de esta élite, basada en su incontestable superioridad tecnológica y científica, traerá la “paz y el orden”.
¿Es realmente posible que la medicina y la biología lleguen a convertirse en semejantes instrumentos de dominación? ¿No estaremos simplemente pagando tributo al miedo a lo desconocido, síndrome típico tan elocuentemente ilustrado por el famoso político y científico francés Arago, quien en 1832 se oponía al ferrocarril diciendo que “la compresión de aire en los túneles sería fatal para los pulmones de los viajeros”?
A pesar de todo, el texto de Jean Bernard no es inconsistente con las visiones del futuro descritas antes. En realidad, al menos tres tendencias mayores de las señaladas por los futurólogos en el campo de la salud hacen concebible el hiperbolismo biotecnológico temido por Bernard:
Están llegando a su fin el cuasi-gremial dominio de la profesión médica y su chantaje a los gobiernos. En un mundo en el cual se difunde con enorme amplitud y rapidez el conocimiento biológico humano, la profesión médica está perdiendo cada vez más su monopolio del mismo, con lo cual se degrada su estatus. Esto, sin embargo, no va a detener la progresión del conocimiento y la tecnología biomédicos. Por el contrario, dicho progreso muy bien podría convertirse en un ingrediente clave del desarrollo económico, aunque los principales receptores de sus beneficios económicos serán corporaciones multinacionales, en lugar de los profesionales que tradicionalmente han aplicado esos conocimientos al tratamiento de pacientes individuales; asimismo, los esfuerzos para “vender” las nuevas tecnologías se centrarán cada vez menos sobre los profesionales y las instituciones asistenciales tradicionales, y más sobre los individuos. La salud es el terreno ideal para explotar la vulnerabilidad psíquica, forma de explotación basada más en el conocimiento que en la riqueza y la violencia, y que será típica del siglo xxi. Los mercaderes y charlatanes de la píldora milagrosa proliferan. Al igual que para asegurar un nivel alto de conformismo social, cabe que la sociedad se viese tentada a promover el culto a la buena salud, podría tender a usar las nuevas herramientas biotecnológicas para superar la conducta desviada y la delincuencia. El siglo xx acaba entre denuncias por la deforestación y el efecto invernadero, debidos básicamente a las emisiones de dióxido de carbono, que producen un incremento de la temperatura de la Tierra y cambios climáticos serios. En la mayoría de los países surgen movimientos ecologistas reclamando armonía entre los imperativos del desarrollo tecnológico y las leyes de la naturaleza. Están sobre la mesa los peligros para la salud de un medio ambiente físico deficiente. Todavía, sin embargo, no se ha producido un reconocimiento similar del impacto sobre el desarrollo y la salud humanos del entorno social. Según
En pocas palabras, según estos autores es posible que el declive en el estatus de la profesión médica y un mayor conocimiento biomédico lleven al uso de la biotecnología y la manipulación de los médicos, reducidos a un papel de técnicos, para asegurar el control sobre una población vulnerable a la explotación psíquica por las condiciones de vida y de trabajo reinantes. El miedo de Jean Bernard a una catástrofe en el futuro bien podría estar justificado.
El mundo, sin embargo, no está necesariamente condenado. Incluso aprendiendo tarde y a un elevado coste humano evitable, la sabiduría extraída del pasado por personas y gobiernos puede materializarse en proyectos sociales nuevos, capaces de contrapesar los efectos de la explotación y del ansia de poder. Las grandes innovaciones tecnológicas requieren alguna forma de control social, que podrá o no detener el abuso del poder facilitado por dichas innovaciones. La biotecnología, tan temida por Bernard, implica no sólo riesgos sino también esperanza. La cuestión fundamental en juego es la calidad del entorno económico y cultural social, dentro del cual tienen lugar estas innovaciones. Si, como prevén Gaudin, Jacquard y otros, el futuro del mundo desarrollado va a consistir de hecho en tribus urbanas salvajes en permanente lucha, enganchadas en las drogas y la violencia, volviendo peligrosas e inhóspitas las ciudades; si los países del hemisferio sur comienzan a imitar a Saddam Hussein, enredándose en dogmatismos religiosos y beligerantes, entonces cualquier medio para mantener el orden social parecería legítimo y los peores escenarios se volverían posibles.
Aun así, surgen aquí y allá herramientas potencialmente útiles en el intento de mejorar el entorno social. Por ejemplo, para ayudar a establecer prioridades e identificar problemas emergentes, cabría crear ahora, como hizo Naciones Unidas con su crudo “índice del desarrollo humano”, un índice del déficit social nacional (tasas de marginación, desempleo, ruptura familiar, etc.). Como la tasa de crecimiento del producto nacional bruto, el déficit en la balanza de pagos, la tasa de inflación, o la deuda nacional, dicho índice podría servir para movilizar las energías de los políticos y de las instituciones del sector público. En términos de empleo, redistribuir el calendario de trabajo y los salarios ayudaría a reducir el número de personas paradas o dependientes de la beneficencia. Las empresas y el gobierno podrían establecer programas para formar mejor a los trabajadores y permitirles ajustarse con mayor rapidez a los cambios inevitablemente asociados a los ciclos económicos. En lugar de favorecer la especulación a corto plazo (inversiones inmobiliarias, absorciones, etc.), que no genera ninguna riqueza colectiva nueva, los gobiernos podrían apoyar inversiones de alto riesgo y rendimiento potenciales también altos a largo plazo. Por lo que respecta al desarrollo económico, la empresa privada debería aprender de los milagros japonés y coreano de 1945-1990, que han ilustrado la necesidad de redes de inter-empresas, a nivel económico (el
En el terreno de la salud, el tema principal en estos momentos es reorientar y reenfocar el debate social. Hay que reexaminar el alcance, la organización y financiación de los diversos regímenes de seguridad social (seguro médico, pensiones, cobertura del desempleo, etc.) con una sola cuestión central, a veces olvidada, en mente: ¿qué reformas podrían ayudar a mejorar la salud de la población?
En muchas sociedades industrializadas, en particular aquellas en las cuales la asistencia está financiada públicamente, se han introducido, se están introduciendo o se introducirán, numerosas reformas intentando racionalizar el uso del sistema sanitario y contener su expansión. En general, no obstante, el debate se centra unilateralmente en la legitimidad de las demandas financieras de médicos, hospitales y demás participantes del mismo, incluidos de vez en cuando grupos concretos de beneficiarios. Entre los temas a debate están: métodos para reducir el número de médicos; incentivos para contrarrestar las demandas de asistencia no justificadas de algunos consumidores, y de fomentar el tratamiento más eficiente de los pacientes por parte de los proveedores; beneficios (y costes) asociados a la introducción de determinadas tecnologías; nuevos métodos de gestión del personal sanitario; y asignación de recursos a grupos diversos de población (por ejemplo: modelos de financiación regional) o de proveedores (por ejemplo, alternativas al pago por acto). En pocas palabras, el debate gira en torno a los métodos más efectivos de financiar y regular tan vasto y complejo sistema. Esto conlleva numerosas confrontaciones de las autoridades públicas con la profesión médica, las instituciones asistenciales, y los numerosos grupos de “profesionales sanitarios” que reclaman el mismo reconocimiento del cual gozan los médicos (caso de, por ejemplo, las medicinas “blandas”, “paralelas”, “alternativas”). El debate puede involucrar, asimismo, a clientelas diversas de interés especial (como los ancianos, los discapacitados, grupos de mujeres), que consideran estar recibiendo una atención insuficiente, en comparación con otros sectores.
Se trata de un debate realmente importante, pues implica el uso de casi el 10 % de nuestra riqueza colectiva. Ahora bien, así el debate resulta incompleto, porque estamos perdiendo de vista el objetivo final: preservar y promover la salud de la población. De hecho, sólo en raras ocasiones saca el debate público a colación la pregunta central y obvia: “¿Cuáles son los medios más efectivos y las opciones políticas y presupuestarias que hay que efectuar para mejorar la salud de la población?” En otras palabras, ¿qué es lo mejor que podemos hacer para “añadir años, buena salud y bienestar a la vida” o por decirlo de otro modo, “criar salud”.
Se dice que, en el reino de los ciegos, el tuerto es rey. Cuando se pone demasiado énfasis en la detección, el diagnóstico y el tratamiento olvidamos que la salud no es terreno exclusivo de los profesionales asistenciales y de un ministerio, incluso aunque se llame “Sanidad”. Cuando se pone demasiado énfasis en “las elecciones individuales del estilo de vida”, tendemos a olvidar que estos, a su vez, se hallan fuertemente determinados por el entorno social, económico y cultural. La midamos como la midamos (esperanza de vida, esperanza de vida sana, tasa de mortalidad infantil, tasa de bajo peso al nacer, etc.), la salud de la población está tan afectada por la estructura de los lugares de trabajo, las familias, los colegios y comunidades, y las políticas de todo un conjunto de Ministerios (Economía, Educación, Trabajo, Hacienda, Servicios Sociales, Medio Ambiente, etc.), como por la ciencia médica y el sistema sanitario.
Involucrando en el proceso de toma de decisiones a las comunidades locales, y presentando en el curso del mismo la opción terapéutica como un componente reconocidamente significativo pero limitado del espectro sanitario, la población admitiría un cierto racionamiento de los servicios asistenciales. El público en general se preocuparía menos ante una limitación del gasto asistencial, si pudiese implicarse más en las decisiones que comportan asignación de recursos, comprendiendo que más dinero para la sanidad significa menos para otros aspectos que también tienen un impacto significativo sobre la salud.
En el ámbito sanitario, lo importante para el futuro es restablecer el equilibrio entre Hygeia y Panakeia, inclinado en favor de esta última durante tres décadas de enorme desarrollo biomédico. El biólogo Jean Rostand dijo una vez que el hombre es el “sobrino-nieto de una babosa, que soñó con la justicia, e inventó el cálculo integral”. El ser humano es un organismo biológico en busca de mayor comprensión científica y más control sobre la naturaleza, en su persecución constante de una panacea, en tanto sueña con la más alta evolución social posible. En estos días y en estos tiempos, tal evolución implica un nuevo concepto de lo que constituye un mundo verdaderamente “higiénico”.
Renaud M. El Futuro: Hygeia versus Panakeia? En: Evans RG, Barer, ML, Marmor TR. ¿Por qué alguna gente sana y otra no? España, Madrid: Díaz Santos; 1996. pp. 347-366. La presente edición se realiza en virtud de la licencia No. 130 de 8 de noviembre de 1978, otorgado por el Centro de Derecho del Autor de conformidad con lo dispuesto en el artículo 37 de la Ley No. 14 de Derecho de Autor de 28 de noviembre de 1977. (Todas las notas son del editor).
Se cambió la descripción de las referencias bibliográficas al estilo bibliográfico Vancouver.